La llegada de los bárbaros

Nunca pudimos sospechar
la inminente llegada de los bárbaros.
Habíamos percibido indicios
y discretas señales de humo tras las majadas:
el canto del búho, las plumas de cuervo,
el ruido de espuelas, tambores de guerra.
 
Era la hora de huir,
de nada sirve ponerse a cubierto
ni tener provisiones de sobra en la alacena
cuando sus antorchas avivan el cielo
y los relinchos enturbian el ambiente.
 
Los vándalos no atienden a razones,
y si no hay amuleto ni talismán,
mucho menos candados y rejas que los haga frente.
 
Solo queda batirse en retirada,
no echar, pese a la tentación, la vista atrás
y galopar, lo más ligero posible,
hacia los propileos del abismo.

Noche en vela
Librar la batalla contra la vigilia.
Ese era su único objetivo.
Vencer al párpado en el difícil pulso al alba,
que las espigas del sueño resistan
a las embestidas de esa tormenta de lava
y óleo que modela las pesadillas,
que la melancolía no allane el camino
a los perversos ogros de la memoria
y que los recuerdos se vuelvan alquimia
a lomos de las alas tenebrosas de la noche.

La isla de los muertos
Contemplo estos días
con el desconcierto
de quien se siente atraído por un lienzo de Böcklin.
¿Qué enigmas encerrarán esas cavidades
en ese perímetro de abruptos acantilados?,
¿el peso de todas las palabras nunca dichas,
las dimensiones de lo inabarcable
o la inocencia del neófito al que le aterra
presenciar ante sus ojos su remota sepultura?
Me invade el hechizo de sus cipreses,
oscuros puñales
que horadan
sin escrúpulos la carne de la noche,
y su luz atraviesa mis dioptrías
como el haz de un relámpago
que por un instante deja al descubierto su misterio.
Me reconozco en ese personaje del remero
que conduce su alma hacia la isla de los muertos.
A modo de poética

Escribir es librar un combate contra uno mismo
en un recinto que en ocasiones se antoja tan estrecho
como un desfiladero que, pese a su voluntad,
no puede evitar abrir una brecha
y quebrar en dos el paisaje
y, en otras, se abre ante nosotros todo un horizonte
que nos sobrecoge con su vasta inmensidad.
Ambos espacios tienen algo en común:
más allá de su perímetro
y de sus casi imperceptibles bordes,
solo existe un pozo sin fondo
del que nunca nadie ha podido regresar.