Fruto de la borrasca de aquel noviembre

permanece, inalterable, la nieve en tu cuerpo.

Se niega a fundirse ante el capricho del verano

y ante la urgencia del cerezo en flor.

 

Tu piel, impoluta, resiste al tigre de Bengala

y a la violenta manada de lobos

que, abusando de la noche y sus misterios,

pueblan con sus huellas la curva de tu espalda.

 

A pesar de la lluvia y su feroz mandíbula,

tus cerros custodian, níveos, la frágil meseta

que anticipa los fértiles prados de gramíneas

y la sima más oculta que alberga tu orografía.

 

Este paraje, donde el copo de cristal no cesa

y donde la luz se muestra ante el forastero

como un resplandor de hoguera,

es donde reposa, en silencio y ciega de belleza,

toda la dimensión de mi insumisa mirada.