Bernini captó como nadie el instante preciso
y, como una cesura en el verso de la historia,
supo detener, a golpe de cincel,
el paso del tiempo y sus dramáticas secuelas.
Ese momento en el que el soberano del infierno
retiene, bajo la erótica violencia del deseo
y la magnética atracción del imán,
el cuerpo casi adolescente de Proserpina.
Sus dedos, superando el umbral de lo imposible,
convierten, como quien sostiene un pétalo en la mano,
la fría superficie del mármol
en los voluptuosos dominios de la carne.
Y asisto, ante la lenta cadencia del trigo en los relojes
y el vértigo que precede a la belleza,
al origen de todo este espectáculo
con la voluntad de descifrar las fronteras de su centro
y la certeza de separar la harina de la sémola.
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